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Todo texto es un riff - por Lala Toutonian

Hay algo que se rompe cuando uno enseña a escribir sobre música. No es el silencio —ese ya estaba roto desde antes, desde que decidimos que era posible traducir sonidos en palabras—, sino algo más sutil: la ilusión de que existe una forma correcta de hacerlo.

Durante el taller que dicté sobre periodismo musical, vi emerger en cada texto esa tensión antigua entre lo que se siente y lo que se puede decir. Los cronistas que se atrevieron a mostrar sus textos y aquí compartimos, llegaron con la certeza de que había reglas que aprender, fórmulas que dominar. Se fueron, espero, con la inquietud de saber que la música es siempre más grande que cualquier palabra que intentemos arrojarle encima.

Estas reseñas nacen de esa inquietud. No son textos perfectos ni pretenden serlo. Son, más bien, intentos desesperados de atrapar algo que se escapa: el momento exacto en que una canción se vuelve memoria, el instante en que un show se transforma en experiencia irreproducible, la manera en que ciertos sonidos nos devuelven a versiones de nosotros mismos que creíamos perdidas.

Leo la crónica de Bándalos Chinos en el Luna y pienso en todos los Luna Park que se han vaciado para siempre. Leo sobre Pablo Matías Vidal en esa librería de La Plata y siento el peso de todos los lugares pequeños donde la música sigue siendo un acto de resistencia. Cada venue descrito aquí —desde el C Art Media hasta Don Cipriano, desde Niceto hasta La Fábrica— es también un mapa de la supervivencia cultural, esos espacios donde todavía es posible que algo verdadero suceda.

Pero hay algo más oscuro en estos textos, algo que me inquieta de manera productiva: es la conciencia casi fantasmal de que estamos escribiendo sobre un mundo que se desvanece mientras escribimos. La industria musical argentina, como tantas otras industrias culturales, atraviesa una crisis que estos cronistas intuyen sin nombrar del todo. Se percibe en la descripción nostálgica de los rituales de Airbag, en la celebración casi elegíaca de los espacios independientes, en la forma en que cada reseña se lee también como un inventario de lo que aún queda en pie.

Los autores de estas páginas aprendieron algo durante el taller que yo misma sigo aprendiendo: que el periodismo musical no es realmente sobre música. Es sobre tiempo, sobre pérdida, sobre la forma en que los sonidos organizan nuestras biografías; es sobre cómo ciertos acordes pueden funcionar como arqueología emocional, desenterrando capas de experiencia que creíamos sepultadas.

Ezequiel Lamacchia escribe sobre "una noche histórica" y uno siente que todas las noches, en cierto sentido, son históricas cuando están a punto de convertirse en pasado. Camille Rodríguez Meza describe a Pablo Matías Vidal como "uno de los mejores compositores rioplatenses" y hay algo en esa afirmación que duele, que sugiere una tradición que se mantiene viva a pesar de todo, contra todo.

Cada cronista aquí desarrolló su propia forma de lidiar con lo imposible de la tarea. Algunos, como Julia Matar, abrazan la subjetividad sin disculpas: "me tomo el atrevimiento de hablar por un amplio número de personas que me van a bancar esto". Otros, como Teff Pixie, construyen una distancia irónica que no esconde la emoción. Constanza Báez encuentra en el color rojo un hilo conductor para entender un show; Matías Canteros ve en Nina Suárez una celebración del lado oscuro como forma de totalidad.

Hay errores en estos textos. Hay momentos en que la prosa tropieza, en que la metáfora se vuelve opaca, en que la descripción no alcanza la intensidad de lo vivido. Pero hay también algo más valioso: hay honestidad. Hay el reconocimiento de que escribir sobre música es siempre un acto fallido, y que en ese fracaso reside su única posibilidad de éxito.

Durante el taller insistí en que el periodismo musical no debía aspirar a la objetividad sino a la precisión emocional. Que no se trataba de informar sino de contagiar. Que el mejor elogio que podía recibir una reseña era que alguien, después de leerla, sintiera la necesidad urgente de escuchar esa música, de estar en ese lugar, de vivir esa experiencia.

Creo que estos textos logran eso. No porque sean perfectos, sino porque están habitados por una pasión genuina, por una curiosidad que trasciende los géneros musicales y los espacios físicos para preguntarse por algo más fundamental: qué nos pasa cuando la música nos pasa, cómo seguimos siendo humanos en un mundo que parece diseñado para deshumanizarnos.

Al final, lo que queda de un taller de periodismo musical no son las técnicas aprendidas sino las preguntas que se abren. ¿Cómo escribir sobre lo efímero sin traicionarlo? ¿Cómo ser fiel a una experiencia que, por definición, no puede repetirse? ¿Cómo hacer que las palabras conserven algo del poder transformador de la música?